Martín Lutero es un astro brillante en la historia de la iglesia, un punto de referencia central de la Reforma. Si bien su brillo es más deslumbrante en las página de los anales de la historia, el destello también iluminó las memorias íntimas de su familia.
Como hijo Martín tuvo la misma talla que como reformador. En público era el líder enérgico, de tenacidad férrea, ocasionalmente tosco; en su hogar vivió la dulce contraparte. Se comportaba como un hijo tierno, responsable, y particularmente honroso de sus padres.
Tenía un celo inaplacable, pero modeló un equilibrio ejemplar entre la adoración a Dios y la honra a sus padres. Fue la personificación del quinto mandamiento sin la aminoración del primero.
La tensión entre estos mandamientos de vio desafiada durante su vida escolar. El padre de Lutero, Hans Luther era un peón casado con una mujer de alta sociedad, rodeada de abogados, doctores y maestros. Temprano en su matrimonio Hans buscó ascender al nivel de ella. Paso de peón a minero, de minero, a dueño de mina.
El pequeño Martín jugó un papel importante en el siguiente peldaño. Hans invirtió en la educación escolar de Martín. La norma de saber leer y escribir y aritmética básica, no bastó para su hijo. Lo envió a la escuela de latín y posteriormente a la universidad de Ertfurt, con miras a que se hiciera abogado y asegurar que su familia lo acompañara en su ascenso a la alta sociedad.
Junto con su educación, Hans equipó a su consentido con lo mejor de lo mejor. Lo dotó con el texto central de jurisdicción para sus estudios el “Corpus Juris Civilis”, gasto desproporcionado para su presupuesto, más no para su ambición.
Así corría Lutero aferrado a esta meta remachada por su padre, cuando inesperadamente, Dios lo interceptó. Le nació una incipiente inquietud en su corazón que creció a aturdir su conciencia. Lutero se sentía perturbado por su estado espiritual, su destino eterno delante de Dios lo mortificaba obsesivamente.
Cuando ya no pudo aguantar, se propuso visitar a sus padres para consultarles acerca de su futuro. Su padre se aferró a su plan original, pero el omnipotente lo resistió milagrosamente. Camino de regreso a la universidad fue envuelto por una gran tormenta que lanzó un relámpago casi a sus pies. Aterrado por el evento Lutero exclamó: ¡Ayúdame Santa Ana, te prometo ser un monje! Pese al furor de su padre, Lutero lo dejó todo: sus estudios legales, su laúd, y aun el costoso Corpus Juris Civilis; se internó y se consagró de por vida a la vida de monje.
La tormenta pasó y el furor de su padre cesó pero pronto se levantó otra más severa que reventó en el epicentro de su conciencia. Se martillaba en su corazón una desesperación por tener el visto bueno de Dios. La paz de Dios era tan deseada como inalcanzable. Obsesionaba ser justificado por Él.
Intentó satisfacer a Dios mediante el esfuerzo propio. Se transformó en el prototipo de un ascetismo febril, al grado que el mismo aseveró: “Si alguien pudiera haberse ganado el cielo por la clase de vida monástica vivida, habría sido yo”. Con todo, en el alma de Lutero no se encontraba un ápice de paz. Tan insólito era su terror de la justicia divina que llegó a expresar odio por el mismo Dios.
La calma lo inundó cuando comenzó a escarbar las Escrituras. La epístola a los Romanos que fue el colirio que Dios usó para abrir sus ojos la gracia de la justicia justificadora de Dios. Martín finalmente ingresó en el oasis de la salvación de Dios. El oscuro trasfondo que Dios permitió que lo atormentará por meses resultó ser el ímpetu que lo proyectó a ser el protagonista principal de la reforma. La decisión que había tomado de abandonar el estudio de leyes y entregarse al monasterio resultó ser la decisión más acertada de su vida
El día llegó cuando Lutero oficiaba su primera misa. Sus padres se encontraban presentes. Al terminar de oficiar, con el anhelo de tener el visto bueno de su padre, Lutero se acercó y le dijo: ¿acaso no es mejor ser sacerdote que abogado? Hans respondió una inesperada e hiriente estocada a su corazón: ¿Acaso no has oído el mandamiento de honrar a tu padre y a tu madre?
Lutero pudo resentir y descartar las palabras de su padre como insensatas y desconsideradas, pero las atesoró en su corazón. En la dedicatoria de uno de sus libros a su padre alude a la exhortación de Hans. Dice: sin demora, respondiste tan apropiada y atinadamente que nunca he escuchado a ningún hombre decir algo que me haya impactado y permanecido conmigo por tanto tiempo.
La vigorosa honra que Lutero tenía por sus padres se destaca en otro capítulo de su vida pública, cuando se dirigía a una audiencia eclesiástica en Ausburg. Temía una condena de hereje. Antes de ser absorbido por la lástima propia, los pensamientos de Lutero se transportaron a sus padres. Pensaba en el escarnio que recaería en ellos si moría tachado de hereje. Lutero exclamó: “y ahora habré de morir, qué vergüenza será esto para mis padres”.
El cuidado espiritual que Lutero tuvo para con ellos se distingue en los últimos días de su madre. Estaba angustiado al verse imposibilitado de viajar y estar a su lado -la jauría de sus enemigos estaba suelta siguiendo su rastro para aniquilarlo. Como último recurso, derrama su alma de hijo y su corazón de pastor con puño y letra. En su carta prepara a Margarita su madre para la frontera que pronto habría de transitar, fija sus ojos en las victorias de Cristo y pavimenta la senda de su fe con las promesas de Dios.
Lutero fue un retrato vivo de lo que un líder puede y debe ser: ejemplar tanto en lo plaza como en la casa. Desmiente la noción popular de que la vida pública y la privada son cosas diferentes; y que la familia debe ser sacrificada en el altar del celo ministerial; y que en la sombra del éxito público se esconden vergüenzas familiares que hay que mantener amordazadas. Lutero fue un líder fuerte pero nunca a expensas de su conciencia, tampoco inmoló a los suyos en el altar de su popularidad.
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